martes, 23 de agosto de 2016

El Eco Entre Cuatro Paredes

Un par de caníbales raptan a una chica y la llevan a su departamento, listos para comérsela. Ella, gracias al vodou, logra invocara a un lwa: un ente que funciona como intermediario entre los mortales y un dios supremo. Él detiene a sus captores, pero desata así un ciclo de improbabilidad que arrastrará a todo el que habite ese lugar en un viaje sobrenatural. 

Como mudas testigos, las cuatro paredes del departamento incrementarán los temores, culpas, desconfianza, y tabúes de cada inquilino, llevándolos hacia conclusiones insospechadas donde cada quién recibirá su merecido a manos de los fantasmas que ellos mismos han creado.

259 páginas. Español.


viernes, 22 de abril de 2016

jueves, 21 de enero de 2016

Un Día en la Banda de Möbius

   El despertador. Creí que era sábado. Debe ser viernes.

   Sin pensar, lanzo el brazo hacia el aparato. Botón de repetición. Lo presiono dos o tres veces, sin efecto, antes de abrir los ojos. El parpadeante número siete, dos puntos, cero cero, me molesta. Qué fiaca. Presiono el botón una vez más pero el pitido, molesto también, continúa.

   ¿Qué fue lo que me dijo? El despertador es de mi compañero de cuarto. Es profesor en una prestigiosa universidad. Físico teórico. Para mí, es uno de esos científicos locos. “No hay que presionar la repetición,” eso fue lo que dijo. “No te molestes en presionarlo, porque no sirve,” hubiera sido una advertencia más adecuada.

   La radio suena mientras me desvisto. A veces pienso que lo único que cambia en mi día a día son las canciones que escucho. Ducha, camisa, zapatos. Algo falta. ¿Largarme? El frío viento me pega en las piernas desnudas. Regreso por el pantalón que no me puse al salir del departamento.

   Seré de los primeros en comprar uno de esos automóviles automáticos. Auto-automóviles. De los que se manejen solos, me refiero. Al fin y al cabo, diario manejo la misma ruta. ¿Por qué no dejar que una máquina haga el trabajo pesado? Con la nueva política de estacionamiento, incluso llego cada día al mismo cajón.

   Hablar con los colegas, prepararse un cafecito, almorzar y comer en las mismas fondas y cadenas de comida rápida. Sinceramente, ahora que lo pienso, creo que no he dejado de ir al comedor de la empresa en un largo tiempo.

   ¿Es importante describir a qué me dedico? Es una pregunta retórica. “No, no lo es,” sería una buena respuesta capciosa. Capciosa porque una vez entró una mofeta a la oficina y fue un día bastante divertido. Eso sucedió hace... hace demasiado. No recuerdo la fecha exacta. ¿Lo viví o lo soñé?

   El punto es que el camino de regreso es, también, aburrido. Para la cena, lo que sobró de la cena de ayer. En este momento, no son más que pedacillos de carne y restos de vegetales. Vegetales vestigiales de algo que no recuerdo haber comido en mucho tiempo. No miento, no sé qué cené anoche.

   La programación de la televisión no ofrece cosas innovadoras ni demasiado interesantes. Los sitios web a los que ingreso tampoco. Las bromas son de ayer, anteayer, y así sucesivamente hasta el primer, y único, día en que las encontré graciosas.

   Aun así, me voy a la cama hasta que mis ojos están completamente rojos. Si me lo preguntan, ni siquiera estoy seguro sobre qué vi en internet. Pornografía, tal vez. Es curiosa, la cantidad de medios que consumo sin reparar en su calidad. Comida chatarra por todas partes, para el estómago y el cerebro. Para el corazón. Todo en este mundo te tapa las arterias.

   Pero bueno, ya es el fin de semana. Una desvelada hoy no me hará daño. Apenas y me pregunto por qué no quedé con algún amigo o alguna chica para salir por una cerveza o un gin tonic. En fin.

   El ojo pelón consuetudinario. Doy algunas vueltas casuales sobre la cama. Siento calor, mucho calor. Diablos. Es una de esas noches clásicas. Parecerá que en cuanto pueda conciliar el sueño, sonará la alarma. Nunca falla. Ah, pero ya es el fin de semana, ¿no? ¿Ya dije eso? Siento que el cansancio por fin me noquea, es el último pensamiento consciente que tengo en esta noche sin estrellas ni Luna.

   El despertador. Creí que era sábado. Debe ser viernes.


Cuento Corto. Octubre, 2015.

jueves, 24 de diciembre de 2015

Navidad Cinco

   “Pero, ¿cómo lo hace, mami?”

   “No lo sé, cariño. Es sólo magia.”

   Chance no estaba satisfecho con la respuesta de su madre. Se quedó ahí, mirándola con sus ojos marrones completamente abiertos. Ella dejó la vela sobre la mesa y volteó hacia él.

   “Cariño,” dijo, “de verdad no lo sé. Él no es como tú, o como yo. Él sólo puede hacerlo y lo hace. Tú solamente ten fe.” Acarició la mejilla de Chance y sonrió. Lo besó en la frente. “Ahora ve y termina de escribir tu cartita. Si no lo haces, ¿cómo sabrá qué traerte?”

   Chance se alejó y se sentó en su pequeña mesa, junto al árbol de Navidad. Tomó un crayón verde y continuó. Se había convertido en una tradición, el escribir su carta para Santa y decorarla con un pequeño dibujo. Este año era de una tortuga. Su mente no estaba completamente concentrada en lo que hacía, y siguió pensando hasta que llegó a la conclusión: si Santa Claus podía llevarle juguetes a niños de todo el mundo en una sola noche, ¿no debería ser capaz también de saber qué quería para Navidad sin que él tuviera que escribirlo? Él debería ser mágico, después de todo.

   Su padre regresó. Había ocupado la mayor parte de la última media hora buscando su revista de edición especial de la pretemporada de fútbol americano. Había estado enterrada en algún lugar de su estudio por demasiado tiempo, y ahora era tiempo de sacarla de nuevo y recordar las estadísticas y pronósticos sobre cómo se iban a desempeñar los equipos a lo largo de la temporada. Se sentó en el sillón, a un par de metros de Chance, y continuó viendo el juego mientras hojeaba la revista. Poco después, mamá se acercó.

   “La coronita está lista,” dijo mientras se sentaba sobre el reposabrazos.

   Papá la miró de soslayo. “El tercer cuarto está terminando,” dijo despreocupadamente y resumió viendo el partido. El silencio inundó la habitación mientras sentía la mirada de su esposa, todavía sobre él. “Cinco minutos más,” dijo.

   “Cinco. Ni uno más.”

   Su padre asintió con la cabeza.

   “Voy por Marnie,” dijo mamá. Caminó hacia la escalera. “Chance, prepárate para la coronita.” Procedió hacia arriba.

   Chance miró a su padre, quien le guiñó un ojo. Diez minutos después, los cuatro estaban sentados a la mesa.

   La corona de Adviento era una tradición familiar. Cada domingo, durante las cuatro semanas previas a la Navidad, encenderían cada una de las cuatro velas de la corona, tendrían una actividad familiar y dirían una pequeña plegaria. Era la primer semana, así que la actividad era que sus padres les contaran cómo se prepararon para los nacimientos de él y de su hermana. Chance ya conocía las historias. Las recordaba del año previo, y del anterior a ese. Su mente comenzó a vagar y se fue a la deriva, hasta que su madre le llamó.

   “Chance, ¿quieres decir la plegaria de hoy?”

   Él negó gentilmente con la cabeza. Su madre volteó a ver a Marnie, quien también negó con la cabeza.

   “De acuerdo, yo lo haré hoy. Pero uno de ustedes lo hará el próximo domingo.” Los cuatro se tomaron de las manos. Su madre dio gracias y pidió salud y prosperidad para toda la familia. Su rito había terminado.

   Sus padres comenzaron a cuestionar a Marnie. Le preguntaban cómo se sentía en la preparatoria y si ya tenía alguna idea sobre a qué universidad querría ir. Como Chance no estaba interesado, regresó a su pequeña mesa y a su dibujo. Cuando terminó, se levantó y se acercó a la media.

   “¿Necesitas ayuda, enano?” le preguntó su hermana. Sin que Chance se diera cuenta, ella se había sentado en el sillón y ahora estaba leyendo algunos panfletos.

   Él sabía que estaba fuera de su alcance. Chance volteó a ver a su hermana, le sacó la lengua y comenzó a arrastrar su pequeña silla hacia la pared.

   Marnie rió y se levantó, caminó hacia él. “No la hagas de emoción, enano. Vamos… dámela,” dijo mientras estiraba su mano.

   “No me digas enano,” dijo Chance autoconscientemente. Pensaba que, incluso para un niño de nueve, era un poco demasiado bajo.

   “De acuerdo, hermano,” dijo Marnie después de un momento. Estiró su mano nuevamente.

   Chance le dio la carta. “¡No la leas!” gritó cuando Marnie comenzó a abrirla. Ella sonrió y la cerró, la lanzó dentro de la media. “¿Tú ya escribiste la tuya?” preguntó.

   “No.”

   “¿Por qué no?” preguntó Chance.

   “Quiero algo que Santa no puede traerme.” Marnie caminó de vuelta al sillón. Chance la siguió.

   “Pero… él es mágico, ¿no es cierto? ¿Qué le sería imposible traerte?” Se sentó junto a su hermana.

   “Lo comprenderás cuando crezcas,” dijo. “Además, no quiero acaparar a Santa. ¿Qué tal que le pidiera algo tan grande que sólo pudiera traérmelo y no te trajera nada a ti?” Chance abrió los ojos y Marnie rió de nuevo. Le dio una palmada en la cabeza. “¿Ves? Pero no te preocupes. Te traerá lo que le pediste.”

   “¿Marnie?” Su hermana volteó a verlo expectante. “¿Cómo lo hace? ¿Cómo logra llevarle juguetes a todos los niños del mundo en una sola noche?”

   “No le sé, pequeño mocoso. Ahora vete,” le dijo mientras lo despedía con la mano. Levantó uno de sus panfletos y siguió leyendo.


   Las siguientes semanas transcurrieron lentamente para Chance. Incluso más que en años previos, se encontró esperando dolorosamente por Santa Claus, y los regalos que traería, por supuesto. Los momentos que encontraba más confortables eran cuando hablaba con sus amigos sobre qué le habían pedido. Era gracioso cómo decían estar seguros de estar en la lista de ‘niños bien portados’, pero se mantenían cautelosamente dubitativos por dentro. Si le hubieran preguntado, Chance probablemente diría que la conversación más interesante que había tenido fue con su amigo Thomas.

   “No te creo,” había dicho Chance.

   Tom se encogió de hombros. Comenzó a alejarse.

   Chance corrió tras él. “Pero, o sea… dime cómo.”

   “Solamente me desperté, ¿de acuerdo? Rayos, ¡no debí haberte dicho nada!” Tom aceleró el paso.

   “Pero… ¿sólo despertaste y estaba ahí? ¿En tu cuarto?”

   “No bobo, no en mi cuarto.” Los dos se detuvieron. “Bajé y ahí estaba, junto al árbol.”

   “¿Y?”

   “Y… ¿qué?”

   “¿Y qué hiciste?” La voz de Chance fluctuaba entre admiración y desconcierto.

   “Nada. Regresé a mi cuarto.”

   “No te creo,” había dicho Chance una vez más.

   Ahora era Nochebuena. Las luces del árbol tocaban su usual sinfonía de claroscuros, mientras Chance y su hermana miraban caricaturas festivas especiales en la televisión. Mamá cocinaría un festín y papá saldría a comprar algunos menesteres de último minuto. Todo era demasiado lento. Chance sintió que incluso los ritos religiosos del día y la cena de Navidad se desarrollaron con demasiada parsimonia. Estaba ansioso por el caer de la noche. Había ideado un plan maravilloso.

   Justo antes de ir a la cama, Chance bebió un litro y medio de agua. Las ganas de hacer pipí lo despertaron a las dos y media de la mañana. Sus pasos no fueron escuchados mientras se abría paso abajo. El piso se abstuvo de crujir y las puertas se abstuvieron de rechinar. Y ahí estaba, por fin. El árbol de Navidad, sin regalos todavía. Pensó en sentarse en el sillón, pero temió que su cuero sonara, delatando su posición. Se sentó en el piso. Para las dos con cincuenta, era incontrolable y fue al baño. Lo hizo lo más rápido que pudo, y corrió de regreso sin siquiera jalar la cadena o lavar sus manos. Sin embargo, Santa ya había venido y se había ido. Decepcionado, Chance volvió a la cama.

   Su hermana lo despertó más tarde, instándole a “no ser un puerco” y a “jalar la cadena cuando fuera al baño”. Cuando bajó, abrió su regalo. Era la figura de acción de superhéroe que había pedido, envuelta en una caja plateada con un moño dorado. El desayuno, almuerzo y cena familiares vinieron, así como una serie de juegos de mesa en los que Chance no participó. Estaba sentado junto al árbol de Navidad, ignorando todos los distantes sonidos, simplemente jugando con su nuevo juguete. Por la noche, sintió como si hubiera dormido por un largo, largo tiempo.


   El año que vio a Chance cumplir diez fue borroso. Tenía vagos recuerdos de los momentos que había experimentado y de las cosas que había visto a lo largo del año. La único certeza que tenía era que el otoño había venido después del verano, y que ambos habían sucedido a la primavera. Era invierno de nuevo, y once meses habían pasado de un momento a otro. Chance estaba vistiendo unos pantalones formales negros, una camisa blanca formal y un corbatín negro. La fecha que el calendario marcaba era diciembre 24. Iban a pasar Navidad con sus abuelos. Probablemente. Pronto, Chance estaba pensando nuevamente sobre Santa Claus, precisamente sobre cómo sabría dónde entregar los regalos si es que él estaba visitando familia lejos de casa. Su madre lo llamó y el viaje comenzó.

   La cena de Navidad fue grandiosa. A Chance siempre le había gustado la sazón de su abuela, especialmente su pato a la naranja. Todos estaban comiendo postre después del plato principal. Bueno, todos menos Chance. Sus abuelos estaban charlando con Marnie, preguntándole sobre qué quería hacer con su vida. Chance se levantó de la mesa y vagó por la casa. Bajó al sótano. Ahí, encontró una larga cuerda con cascabeles atados a ella. Sonrió y se la llevó consigo, la escondió en el cuarto de huéspedes donde él y su hermana iban a pasar la noche. Cuando todos se fueron a la cama, él se escabulló hasta la sala. Ató la cuerda a la chimenea, junto al árbol de Navidad, y regresó a su cuarto. No estaba seguro de cómo lo había logrado sin haber despertado a todos, pues los cascabeles sonaban salvaje y ruidosamente.

   Chance despertó por el repicar. Sintió miedo por un momento. Cuando recordó que él era el artífice del sonido, se abalanzó hacia la sala. Estaba tan emocionado que no notó la cama vacía junto a la suya, o que la luz del sol ya se estaba filtrando entre las cortinas. Su hermana estaba ahí, de pie, jugando con los cascabeles, como si estuviera componiendo una canción. Era demasiado tarde, y los regalos ya estaban debajo del árbol. Los padres y abuelos de Chance llegaron a la sala y se detuvieron junto a ellos hasta que Marnie terminó de juguetear. Después, los regalos se abrieron. Chance obtuvo un par de patines. Salió a probarlos y no regresó hasta que fue tiempo de regresar a casa. Entonces, en el asiento trasero, se quedó profundamente dormido.


   Chance estaba metido en la cama. Con pereza, abrió un ojo, luego el otro. Se levantó y salió de su cuarto. La casa estaba sumida en la obscuridad, y la única cosa que Chance podía escuchar era el distante tañer del reloj de la sala de estar. Bajó hasta el sótano. Había un gran calendario, que él no reconoció, colgado en la pared. Se sentía tan soñoliento que no pudo leerlo. Sin embargo, él sabía la fecha. Era el 25 de diciembre, y otro año se había ido sin que él realmente sintiera su paso. Todo estaba brumoso, fuera de foco. Lo intentó, pero ni siquiera pudo recordar su fiesta de cumpleaños. Había cumplido once ese año. El reloj marcó las dos de la mañana mientras regresaba arriba.

   El piso de la cocina estaba impecable, y la despensa estaba llena de cajas de cereal y pan. Y harina. Chance tomó el gran paquete de harina y se lo llevó a la sala de estar. Solamente se dejó llevar por la corriente, moviéndose mecánicamente, incluso cuando comenzó a esparcir el polvo blanco por todo el piso, comenzando frente a la chimenea y hasta el árbol de Navidad. Chance se sentía cansado, y no comprendía por completo por qué había esparcido la harina. Tal vez, en un nivel subconsciente, sentía que las huellas de Santa serían una prueba válida de su habilidad de recorrer el mundo en sólo una noche. Regresó a su cama, dejando el paquete en el primer escalón de la escalera.

   Los gritos de su madre lo despertaron. Chanco corrió abajo. Su madre estaba bastante alterada y su hermana estaba riendo incontrolablemente. Su padre había comenzado a barrer. Toda la sala estaba cubierta de una blanca capa de harina, como si hubiera nevado dentro de la casa, y las huellas de la familia estaban por todas partes, excepto por un estrecho pasillo que iba desde la chimenea hasta los regalos frente al árbol: un par de nuevas bicicletas, para Chance y su hermana. Chance sonrió, incrédulo. Su madre, al descubrir su mueca, hizo que aspirara toda la casa.

   La fría brisa se sentía bien sobre su rostro mientras rodaba su nueva bicicleta cuesta abajo. Su hermana también había salido en la suya, pero no sabía a dónde se había ido. Lo único que importaba ahora era el paseo. Corría contra el viento, pedaleando tan rápido como podía. Regresó a casa por la tarde. Sus padres estaban viendo el juego de fútbol americano de Navidad en la televisión. La puerta de su hermana estaba cerrada; probablemente había regresado y estaba ocupándose de sus cosas. Chance se sentía exhausto, así que entró a su cuarto y se fue a la cama. No parecía importarle demasiado el hecho que, en todo el día, no se había cambiado la pijama.


   El estómago de Chance gruñó. Despertó hambriento, sintiendo como si no hubiera comido nada hacía mucho tiempo. La casa estaba, de nuevo, obscura. La puerta de Marnie estaba abierta de par en par, así que echó un vistazo dentro. No estaba ahí, así que él siguió hacia delante. Se detuvo en la sala, donde le pareció raro no encontrar el reloj por ningún lado. Su estómago gruñó de nuevo. Entró en la cocina y abrió el refrigerador. Estaba lleno de sobras navideñas. Chance tomó un tazón de ensalada y se lo llevó a la sala. Se sentó en el sillón. Un rayo de luz de luna era lo único que disturbaba la quietud del cuarto. Apuntaba directamente al árbol de Navidad. Chance miró la media que colgaba junto al árbol. Se acercó a ella.

   La media estaba llena. Dentro, Chance encontró una carta. Era su letra, pero él no tenía recuerdo de haberla escrito. Intentó leer, pero no había suficiente luz. Un escalofrío recorrió su espalda. Depositó la carta de vuelta en la media y subió. Entró al cuarto de su hermana y buscó su antigua cámara de video. No la encontró, así que fue a su cuarto. No sabía exactamente qué estaba buscando hasta que lo encontró. Dentro de una caja que tenía una nota que decía “Feliz Doceavo” encontró una cámara propia. No importaba. Estaba moviéndose mecánicamente de nuevo, sin pensar demasiado. Colocó su cámara sobre el sillón de la sala de estar, apuntando hacia el árbol. Oprimió el botón de grabación y regresó arriba, sin siquiera pensar en lo alto que era y cómo había alcanzado la media, colgada alto en la pared.

   Su madre lo despertó. Había dejado el tazón de ensalada sobre el sillón, destapado, lo cual no era correcto. Chance se disculpó y la siguió abajo. Ni siquiera se preocupó por abrir su regalo de Navidad, que era un videojuego que había querido desde hace tiempo. Recogió su cámara y avanzó velozmente a través de todo su video más reciente. Antes que pudiera examinarlo meticulosamente, mamá lo llamó para desayunar. Cuando preguntó dónde estaba Marnie, sus padres le dijeron que ya sabía que ella no regresaría de la universidad para las festividades. Después de comer con ellos, se fue a su cuarto. Vio el video, sus siete horas completas de grabación. El ángulo de la cámara no era demasiado amplio, y no mostraba la parte baja ni alta del árbol. Durante las siete horas que observó la sección media del árbol no encontró nada fuera de lo ordinario. Chance tomó un pedazo de papel y escribió que no quería ningún regalo. Lo único que quería era saber cómo lo hacía, cómo entregaba Santa Claus los regalos de niños de todo el mundo en solamente una noche. Cuando puso la carta en la media, sus padres le dijeron que era demasiado temprano como para escribirle a Santa. A él no le importó y solamente sonrió. Regresó a su cuarto e intentó dormirse. Después de un largo tiempo, lo logró.


   El hombre vestía un traje rojo, y tenía una larga barba blanca. Sin embargo, no era tan gordo como uno lo hubiera imaginado. Chance lo encontró abajo, sentado en el sillón, esperándolo con una bonachona sonrisa en el rostro. Ya no sabía qué estaba sucediendo.

   “¿Santa?” preguntó Chance finalmente.

   El hombre de rojo asintió con la cabeza.

   “¿Estoy… soñando?”

   “Después de todo lo que te ha sucedido, de todo lo que has experimentado, ¿tú qué crees?”

   Chance se encogió de hombros. De verdad, ya no estaba seguro.

   Santa sonrió. “Una máquina del tiempo,” dijo mientras le mostraba a Chance la carta que había dejado en la media.

   De cualquier forma, Chance frunció el entrecejo.

   “Uso una máquina del tiempo, Chance. Es la única forma en que puedo entregar regalos en todo el mundo en una sola noche.” Santa se levantó del sillón. “Ven. Te lo mostraré.”

   Parecía un trineo, pintado en rojo y dorado. Los renos que lo jalaban tenían pezuñas extrañas. Botas de cohete, había dicho Santa. Sus riendas de cuero café colgaban sobre un extraño panel, al frente del vehículo. Santa presionó un par de botones, y luego jaló una palanca. El trineo no se movió. El mundo circundante, sin embargo, se lanzó sobre ellos. Pronto, toda luz los pasó de largo, sólo para terminar como un punto brillante en un lejano y ajeno espacio.

   Chance y Santa salieron del trineo y reentraron en la casa. Parecía como si nunca se hubieran ido, y aún así el aire olía distinto. Cuando llegaron a la sala de estar, Chance notó que Santa cargaba con un par de regalos, los cuales dejó bajo el árbol, y algunos dulces, los cuales depositó en la media de Chance. Santa tomó a Chance del brazo y ambos se quitaron del camino justo a tiempo para que un Chance más joven corriera dentro del cuarto y se diera cuenta que acababa de perder su oportunidad de encontrarse con Santa por ir al baño.

   “Debiste haber jalado de la cadena,” susurró Santa en el oído de Chance, mientras ambos miraban al chico regresar lentamente al piso de arriba.

   “Gracias Marnie,” dijo Chance sarcásticamente. Intentó avanzar hacia delante, pero Santa lo detuvo.

   El repicar del reloj aceleró el paso, y el tiempo incrementó su velocidad. Chance y Santa vieron cómo todo se movía más rápido. Cómo un joven Chance se quedó justo ahí, solo junto al árbol, jugando con su nueva chuchería. El tiempo se ralentizó cuando todos se fueron a dormir. Santa guió a Chance de vuelta a su trineo. Se subieron y Santa presionó otra combinación de botones. Esta vez, fueron ellos los que se movieron.

   El trineo aterrizó junto a una casa que le era familiar a Chance, y llegaron justo cuando un auto estaba estacionándose en la entrada de la casa. Los abuelos de Chance lo saludaron a él, a su hermana y a sus padres alegremente.

   “El pato siempre es una opción popular,” dijo Santa. Estaba mordiendo un bastón de dulce. “¿Sabes qué está estudiando tu hermana en la universidad?” preguntó.

   Chance no pudo contestar. No lo recordaba. Tal vez, ni siquiera lo sabía.

   Después que todos se fueron a la cama, Santa y Chance entraron en la casa por la puerta principal. Santa dejó un par de cajas, con patines, y algunos chocolates junto al árbol. Chance intentó tocar los cascabeles que colgaban de la chimenea, pero Santa se lo impidió. Salieron de la casa y esperaron a que todos despertaran. Escucharon a Marnie tocar los cascabeles, y vieron cómo un joven Chance salía, se ponía sus nuevos patines, y se perdía en el horizonte.

   “¿Quieres saber qué hizo tu familia mientras no estabas?” preguntó Santa.

   Chance se encogió de hombros. Sí sentía un poco de curiosidad.

   “Oh,” dijo Santa mientras miraba su reloj, “no hay tiempo… tal vez en otra ocasión,” dijo. Ambos regresaron al trineo y volaron de vuelta a casa.

   La sala de estar estaba cubierta de harina. Santa acababa de poner dos bicicletas junto al árbol, sin siquiera molestarse en cubrir las pisadas que había dejado. Ahora, él y Chance estaban esperando, sentados en el sillón. El sol comenzó a salir, y Chance estaba mirando nerviosamente a Santa.

   “Dejaste tus pisadas por todo el piso.”

   Santa sonrió. Asintió con la cabeza, como un pequeño niño travieso.

   Chance escuchó que una puerta se abría. Se abalanzó hasta la escalera, tomó el paquete de harina y lo esparció por todo el piso, cubriendo las huellas de Santa. Después se detuvo a mirar cómo su madre hacía que su yo más joven limpiara todo. Vio cómo su hermana y él salían, y luego cómo Marnie había regresado sola, llorando.

   “¿Por qué está llorando?” preguntó Chance.

   “¿No lo recuerdas?”

   “Yo…” Chance titubeó, “yo no lo sé. ¿Dónde están mamá y papá? ¿Por qué no están aquí?”

   “No lo sé, Chance,” dijo Santa, “yo tampoco estaba aquí. Debemos irnos,” dijo y guió a Chance de vuelta al trineo. “Me parece que tenemos tiempo para una última entrega.”

   Cuando llegaron, Chance supo lo que había que hacer. Tomó el regalo y se encaminó hacia el árbol. Santa lo detuvo. Señaló la cámara que estaba sobre el sillón. Santa la apagó y la prendió de nuevo después que Chance hubiera dejado el regalo bajo el árbol.

   “No comprendo. Yo miré… miraré… no, yo miré todo lo que había en esa cámara,” dijo Chance.

   “Sí, lo hiciste,” dijo Santa lacónicamente.

   “Pero… debí de haberme dado cuenta que la apagaste por un momento, en el temporizador del video.”

   “Los detalles más importantes de la vida son a menudo a los que les ponemos la menor atención.”

   Chance todavía estaba pensando en la última frase de Santa cuando salieron del trineo. Sabía que habían regresado al momento en que se conocieron. Santa lo acompañó a su cuarto y se despidió. Tal vez Chance tenía trece años ahora, y sentía que tal vez había vivido con una venda sobre los ojos por cinco años. Tal vez había obtenido respuestas y preguntas a cosas de las que ni siquiera había pensado antes. Tal vez… todo era un sueño y había más magia de la Navidad de la que él hubiera pensado. Chance se acurrucó en su cama y esperó por un largo tiempo, escuchando los latidos de su corazón y el vaivén de sus pulmones. Se quedó dormido.


   El árbol de Navidad estaba refulgente, como siempre. Un rayo de luz se filtraba a través de una de las ventanas y lo alumbraba directamente, como un faro para el importante huésped que regresaba cada año. Debajo del árbol había una caja plateada con un moño dorado. El regalo de Chance. Tragó saliva y lo abrió lentamente. Era la figura de acción de superhéroe que ya conocía. Sonrió. Tal vez Chance tendría una segunda oportunidad.les, y vieron cando fue al baño.d chance. her.regalos."egunt accioiera habioel video."o al scabeles, y vieron cando fue al baño.

   No habló ni una palabra durante el desayuno, así que su madre finalmente le preguntó qué tenía.

   “Nada,” murmuró Chance.

   “¿Estás seguro?” preguntó su madre.

   Chance asintió con la cabeza. “Creo…” dijo después de un rato, “creo que ya sé sobre Santa.”

   Los ojos de la mamá de Chance se abrieron. Había un atisbo de miedo en ellos. Miró al papá de Chance, quien negó ligeramente con la cabeza. Después, miró a Marnie, quien se encogió de hombros y negó también. “¿A qué te refieres, cariño?” preguntó cuidadosamente.

   “Creo que usa una máquina del tiempo. Ya sabes, para entregar los regalos.”

   Mamá suspiró con alivio. “Tal vez lo hace.”

   “No, no creo. Eso no tiene sentido,” dijo Marnie. Guardó silencio en cuanto sintió la mirada de su madre sobre ella.

   “Pero creo que no importa de todos modos,” dijo Chance. “Así que… ¿qué juegos jugaremos hoy?”


Cuento Corto. Diciembre, 2014.

domingo, 14 de diciembre de 2014

Maratón de Mixtura: Pilón

El Vicio Presidente

¡Te quiero a ti!, para decir no a las drogas

Y, bueno, es así que termina el maratón. Esta última pieza, por cierto, me recuerda que... ¡hay nueva mercancía en REDBUBBLE!

viernes, 12 de diciembre de 2014

Maratón de Mixtura VI

¡Presentación doble! En honor a los estrenos que están a la vuelta de la esquina y que tienen a la mayoría de la gente emocionada:

El Saiyajin: La desolación de Shenlong

Yo soy fuego... yo soy muerte

Star Mario Kart

Mejor que un sable de luz con guardias