jueves, 21 de enero de 2016

Un Día en la Banda de Möbius

   El despertador. Creí que era sábado. Debe ser viernes.

   Sin pensar, lanzo el brazo hacia el aparato. Botón de repetición. Lo presiono dos o tres veces, sin efecto, antes de abrir los ojos. El parpadeante número siete, dos puntos, cero cero, me molesta. Qué fiaca. Presiono el botón una vez más pero el pitido, molesto también, continúa.

   ¿Qué fue lo que me dijo? El despertador es de mi compañero de cuarto. Es profesor en una prestigiosa universidad. Físico teórico. Para mí, es uno de esos científicos locos. “No hay que presionar la repetición,” eso fue lo que dijo. “No te molestes en presionarlo, porque no sirve,” hubiera sido una advertencia más adecuada.

   La radio suena mientras me desvisto. A veces pienso que lo único que cambia en mi día a día son las canciones que escucho. Ducha, camisa, zapatos. Algo falta. ¿Largarme? El frío viento me pega en las piernas desnudas. Regreso por el pantalón que no me puse al salir del departamento.

   Seré de los primeros en comprar uno de esos automóviles automáticos. Auto-automóviles. De los que se manejen solos, me refiero. Al fin y al cabo, diario manejo la misma ruta. ¿Por qué no dejar que una máquina haga el trabajo pesado? Con la nueva política de estacionamiento, incluso llego cada día al mismo cajón.

   Hablar con los colegas, prepararse un cafecito, almorzar y comer en las mismas fondas y cadenas de comida rápida. Sinceramente, ahora que lo pienso, creo que no he dejado de ir al comedor de la empresa en un largo tiempo.

   ¿Es importante describir a qué me dedico? Es una pregunta retórica. “No, no lo es,” sería una buena respuesta capciosa. Capciosa porque una vez entró una mofeta a la oficina y fue un día bastante divertido. Eso sucedió hace... hace demasiado. No recuerdo la fecha exacta. ¿Lo viví o lo soñé?

   El punto es que el camino de regreso es, también, aburrido. Para la cena, lo que sobró de la cena de ayer. En este momento, no son más que pedacillos de carne y restos de vegetales. Vegetales vestigiales de algo que no recuerdo haber comido en mucho tiempo. No miento, no sé qué cené anoche.

   La programación de la televisión no ofrece cosas innovadoras ni demasiado interesantes. Los sitios web a los que ingreso tampoco. Las bromas son de ayer, anteayer, y así sucesivamente hasta el primer, y único, día en que las encontré graciosas.

   Aun así, me voy a la cama hasta que mis ojos están completamente rojos. Si me lo preguntan, ni siquiera estoy seguro sobre qué vi en internet. Pornografía, tal vez. Es curiosa, la cantidad de medios que consumo sin reparar en su calidad. Comida chatarra por todas partes, para el estómago y el cerebro. Para el corazón. Todo en este mundo te tapa las arterias.

   Pero bueno, ya es el fin de semana. Una desvelada hoy no me hará daño. Apenas y me pregunto por qué no quedé con algún amigo o alguna chica para salir por una cerveza o un gin tonic. En fin.

   El ojo pelón consuetudinario. Doy algunas vueltas casuales sobre la cama. Siento calor, mucho calor. Diablos. Es una de esas noches clásicas. Parecerá que en cuanto pueda conciliar el sueño, sonará la alarma. Nunca falla. Ah, pero ya es el fin de semana, ¿no? ¿Ya dije eso? Siento que el cansancio por fin me noquea, es el último pensamiento consciente que tengo en esta noche sin estrellas ni Luna.

   El despertador. Creí que era sábado. Debe ser viernes.


Cuento Corto. Octubre, 2015.