Despertaba hacia un nuevo día, que no ofrecía otra cosa que la tediosa rutina a la que ya estaba acostumbrado. El sol aparecía en el horizonte y dejaba atrás la oscura noche llena de bruma y penumbras. Empezaba a sonar el despertador cuando yo ya estaba en la ducha, despabilándome y preparándome para el nuevo día; que seguramente iba a ser aburridísimo. Sin embargo, en ese momento no sabía lo que me deparaba el destino.
Apenas acababa de salir del baño, sonó el timbre de mi casa. Empecé a caminar hacia la puerta y el timbre volvió a sonar. Era como si alguien estuviera desesperado por entrar; como si estuviera siendo perseguido por algo. Al llegar este pensamiento a mi cabeza sonreí, pues me había dado cuenta que había visto demasiadas películas de ciencia ficción y mi imaginación volaba pensando en las situaciones más extrañas posibles. Al llegar a la puerta –con la sonrisa todavía dibujada en mis labios- me encontré con mi primo Julio. Tenía una expresión sombría, con su pelo alborotado y su piel perlada por el sudor. Me llamó la atención la vestimenta que llevaba, pues iba vestido con un traje sastre –que en la vida le había visto- hecho como para una ocasión especial. Le pregunté qué pasaba, ya habiendo cambiado mi expresión alegre a una más preocupada. Su respuesta cambió aún más mi semblante, haciéndome pasar de preocupación, a una mezcla entre confusión y escepticismo. Sus palabras exactas -desde entonces imposibles de olvidar- fueron: “¿Ya estás listo? Eres el único que falta para llevar el ataúd”. Mi mente se llenó de desconfianza hacia Julio, pensando que tal vez me quería jugar una broma. Sin embargo la profundidad de su mirada me indicaba que era algo más.
Su mirada se centró en mi persona, viéndome en un tono un tanto despectivo. Ya fuera de mi confusión le interrogué sobre lo sucedido, y mirándome ahora incrédulamente -todavía con un poco de desprecio- dijo: “¡Que si ya estás listo para cargar el ataúd de mi padre!”. Sus palabras me estremecieron. Sentí algo que nunca antes había sentido; un terror e inseguridad por las que estoy seguro muy pocas personas han pasado.
Julio seguía mirándome, y sus ojos cafés me parecieron volverse rojos en furia, pues le parecía que no me importaba que su padre hubiera muerto. Sin embargo, yo ni siquiera sabía que mi tío Jesús había muerto. Cuando le pregunté a Julio sobre cómo había muerto mi tío –su padre- hizo una mueca de extrañeza y enojo, y muy enojado me dijo que no le importaba si no ayudaba con el ataúd, que no me necesitaba, y se fue. Caminó hacia un auto negro con una cajuela muy amplia, la cual supuse que era para introducir el cuerpo del difunto. No lo podía creer. Todos mis pensamientos se mezclaban y me apuntaban hacia diferentes direcciones. Lo único que podía hacer en ese momento era ir a trabajar. Entré a la casa y sin desayunar emprendí mi camino hacia el trabajo.
Cuando llegué a Xanabot –la empresa donde trabajaba- me encontré con la siguiente sorpresa del día. Mi jefe –llamado Juan, un hombre que a sus 75 años todavía poseía una vitalidad impresionante- me pidió que le entregara un reporte sobre los materiales usados en la primera mitad del año pasado; lo extraño era que el informe me lo había encargado el día anterior, pero para dentro de una semana. Le comenté a Juan, y él me dijo que ya había pasado una semana con dos días. Mi expresión sufrió otro cambio, y mientras discutía con Juan la fecha de entrega del susodicho reporte, fijé la mirada en una de las paredes del cuarto. El calendario que había ahí marcaba el 18 de enero, una semana y dos días después de que Juan me encargara el reporte de materiales usados. Le dije a Juan que me perdonara y que mañana a primera hora tendría el reporte. Me dijo que era la última vez que condonaría una actitud tan irresponsable de mi parte, así como el decir mentiras por mi parte. Ninguna de sus palabras me interesaron en ese momento, y lo primero que hice fue ir a mi cubículo para hacer una llamada. Llamé a la casa de mi tía Julia, esposa de Jesús y madre de Julio. Nadie contestó el teléfono, lo que me llevó a pensar que no había nadie en casa y que todos estaban en el entierro de mi tío Jesús.
Cuando llegué a Xanabot –la empresa donde trabajaba- me encontré con la siguiente sorpresa del día. Mi jefe –llamado Juan, un hombre que a sus 75 años todavía poseía una vitalidad impresionante- me pidió que le entregara un reporte sobre los materiales usados en la primera mitad del año pasado; lo extraño era que el informe me lo había encargado el día anterior, pero para dentro de una semana. Le comenté a Juan, y él me dijo que ya había pasado una semana con dos días. Mi expresión sufrió otro cambio, y mientras discutía con Juan la fecha de entrega del susodicho reporte, fijé la mirada en una de las paredes del cuarto. El calendario que había ahí marcaba el 18 de enero, una semana y dos días después de que Juan me encargara el reporte de materiales usados. Le dije a Juan que me perdonara y que mañana a primera hora tendría el reporte. Me dijo que era la última vez que condonaría una actitud tan irresponsable de mi parte, así como el decir mentiras por mi parte. Ninguna de sus palabras me interesaron en ese momento, y lo primero que hice fue ir a mi cubículo para hacer una llamada. Llamé a la casa de mi tía Julia, esposa de Jesús y madre de Julio. Nadie contestó el teléfono, lo que me llevó a pensar que no había nadie en casa y que todos estaban en el entierro de mi tío Jesús.
Empecé a sentirme mal, queriendo volver el estómago sin siquiera haber comido algo en todo lo que llevaba de la mañana. Me quedé en mi cubículo intentando hacer algo de trabajo, lo cual se me hizo algo imposible de realizar, ya que tenía una mezcla de sentimientos que no me dejaban enfocarme en mi trabajo ni en ninguna otra cosa. Todo el tiempo que estuve en Xanabot estuve pensando en respuestas a la pregunta que atormentaba mi alma: “¿Qué está pasando?”. Intenté encontrar respuestas lógicas, respuestas descabelladas, cualquier tipo de respuestas, pero no podía pensar en ninguna. Cuando ya no pude más salí de Xanabot –no habiendo terminado mis horas de trabajo- y me dirigí a mi casa. Al llegar ahí, me puse a trabajar en el reporte que debía entregar a Juan al día siguiente. Con muchos trabajos –no porque fuera un trabajo pesado ni extenuante, sino por mi condición- terminé el reporte y me fui a la cama. Pensaba que con un poco de descanso podría pensar mejor, y que a la mañana siguiente todo mejoraría, pero lo que había vivido era sólo la punta del iceberg.
Desperté en lo que yo pensé era la mañana siguiente, o sea el 19 de enero, pero me encontré con que no era así. Lo primero que hice al despertar fue acercarme al calendario. Éste marcaba el 18, ¡pero de febrero!. No podía creer lo que veían mis ojos, y me pellizqué más de una vez para cerciorarme que no era un sueño el que estaba viviendo. En ese momento me sentí mareado como nunca antes y me vi en la necesidad de correr hacia el baño para volver el estómago y así intentar sacar parte de la frustración que sentía. Después de salir del baño, me senté en uno de los sillones para de nuevo pensar en alguna causa de mi problema y –por supuesto- en una solución para el mismo. Mis ideas iban de lo normal a lo extraño; de posibles lagunas mentales que tuviera hasta posesión por algún tipo de ente. Me llegó a la cabeza la idea de ser un viajero en el tiempo, sólo que en algún momento perdí el control y los cambios de tiempo dejaron de estar en mi posesión, así como los conocimientos de ellos. Decidí explorar las posibilidades, comenzando con las más cercanas. Me cambié la ropa –la misma con la que me había acostado el 18 de enero- y salí hacia el centro médico más cercano para hacerme una revisión cerebral.
En el momento en que salí mi vecino llegaba de su habitual media hora de caminata –“al menos el mundo no ha cambiado” me dije a mí mismo- y al verme me dijo: “¡Qué milagro que te dejas ver Javier! Pensé que ya te habías mudado”. Me acerqué a él, y lo único que pude decir –o más bien, preguntar- fue: “¿A qué te refieres?”. Mi vecino frunció el entrecejo, como con extrañeza, y me explicó que no me había visto salir ni entrar a la casa desde el 18 de enero. Le dije que había estado fuera, y que estaba distraído por algunos asuntos que tenía pendientes. Me despedí y continué mi camino. Mientras caminaba al centro médico descarté la posibilidad de tener lagunas mentales, ya que por lo visto nadie había sabido de mi en el lapso de tiempo que yo tampoco recordaba. Sin embargo, un pensamiento me llegó a la mente: ¿cómo es que Julio me había dicho que le ayudara a cargar el ataúd si no había salido de mi casa en la semana en que ocurrió el incidente?. Decidí continuar con el plan del hospital y después averiguar qué había pasado en esa primera semana que me había saltado.
Llegué al hospital, y le dije a la recepcionista –cuyo nombre era Jessica- que necesitaba un chequeo completo de mis funciones cerebrales. La recepcionista me miró en una forma burlona y me dijo que tomara un turno y esperara. Después de casi dos horas de esperar regresé con la recepcionista. Le dije que no estaba bromeando y que en realidad necesitaba ese chequeo. La enfermera me vio de nuevo y llamó al doctor Jeremías, quien iba a ser el encargado de manejar mi problema. Diez minutos más tarde el doctor se presentó.
Fuimos a su despacho y me interrogó sobre mi ansiedad por hacerme un examen cerebral. Cuando le expliqué lo que me había sucedido –y que seguía sucediendo- soltó una carcajada que sonó en todo el hospital. La mayor parte de mí estaba segura de que me tomaría por loco cualquier persona a la que le contara mi situación. Esperé un poco de tiempo –mientras el doctor seguía riendo, pareciéndome como si le hubiera alegrado el día con uno de los mejores chistes que hubiera escuchado en su vida- y luego le dije que me creyera un loco o no, le iba a pagar por cualquier servicio que me diera, así que dejara de burlarse y se concentrara en su trabajo. Con una mirada un poco menos risueña me dijo que pasáramos a una sala del hospital, donde podríamos comenzar con los estudios.
La primera sala que visitamos era un aula amplia, en la que se respiraba un aroma extraño que se desprendía de los aparatos y las medicinas que ahí tenían su estancia. El doctor me condujo hacia una máquina de forma cilíndrica. A decir verdad, la máquina no me daba confianza y pensaba que algo me pasaría en el momento en que pusiera un pie dentro de ella. El doctor me dio una bata y me indicó que me cambiara. Después de haberme cambiado entré a la máquina cilíndrica e inmediatamente el doctor cerró la puerta. Me dijo que me relajara mientras examinaba mi cerebro, en busca de alguna anormalidad. Después que el experimento terminó –me sentía como un conejillo de indias y comencé a creer que no había sido una buena idea hacerme un chequeo, pues no estaba seguro de querer descubrir el hilo negro de mi problema- el doctor me indicó hacia dónde tenía que ir para seguir con los exámenes.
El día en el hospital fue una de los más agitados que tuve, no por algún tipo de esfuerzo que tuve que haber hecho sino por la mezcla de sentimientos que habitaban dentro de mi ser. A pesar de tener miedo de aquello que resultara de los exámenes sentía también curiosidad y todavía un poco de escepticismo. Después de visitar la última sala –en la que solamente tuve que responder una serie de preguntas-, el doctor me dio mi ropa y me indicó que podía regresar en una semana por los resultados que hubiere obtenido.
Le agradecí al doctor y me cambié el ropaje tan rápido como pude, pues el hospital nunca había sido alguno de mis lugares favoritos sino al contrario. Mi reloj marcaba las 5 de la tarde cuando comencé el camino de regreso a casa; no tenía idea de que mis problemas iban a continuar.
De ida al hospital me había tardado tres cuartos de hora. De regreso me había tardado hora y media, debido a que mi mente seguía intentando descifrar otras opciones que tuviera si el hospital no me proveía de una solución. Al llegar a mi casa –casi mecánicamente- me dirigí al teléfono, para ver mis mensajes. La máquina indicaba que tenía cuatro mensajes: el primero era de mi primo Julio, en el que me avisaba lo ocurrido con la muerte de mi tío Jesús –me di cuenta de por qué me había visto con esa mirada furiosa pensando que era un maleducado el día que me buscó para cargar el ataúd-; el segundo mensaje era también de Julio, diciéndome que aunque no le había contestado su primer llamado le gustaría que lo ayudara a cargar con el ataúd de mi tío; el tercer mensaje era de Jenna -mi novia-. En su mensaje me decía que estaba preocupada por mí, pues no me había visto en más de tres semana y que apreciaría que le regresara la llamada lo antes posible; el cuarto y último mensaje –siendo también el más reciente- era de mi jefe Juan, quién me indicaba que no podía tolerar más irresponsabilidad ni faltas de asistencia de mi parte, por lo que se veía en la necesidad de despedirme.
Me sentí fatal en ese momento. Había perdido mucho en toda mi ausencia. Había perdido partes de mi rutina que empezaba a considerar más valiosa que tediosa. Me senté en el sofá y mis ojos comenzaron a secretar lágrimas; lágrimas que eran más saladas y más amargas que cualquier otras que hubiera probado en la vida. Todos los mensaje me habían llegado como un gancho al hígado. Intentaba reconstruir mentalmente todo el tiempo que había perdido en ése estado vegetal, refiriéndome no solo al tiempo que no recordaba sino al tiempo que no disfruté, el tiempo que desperdicié al hacerme yo mismo todos mis días aburridos. Vi mentalmente el accidente de mi tío Jesús –que había chocado con otro automóvil conducido por un hombre ebrio-, la angustia de mi familia, la ira que ahora Julio tenía contra mí por no compartir su dolor, y la posible furia de Jenna, por no contestarle. Nunca había sido el hombre modelo, sino lo contrario, y ahora parecía aún peor. Seguí divagando hasta que mi cerebro se cansó. Sentado en el sofá, con las luces apagadas, caí en los brazos de Morfeo, en un profundo sueño.
Desperté –creía yo al día siguiente- y al salir y ver el periódico del vecino descubrí que había transcurrido medio año. Medio año sentado en un sofá, con la misma ropa y sin cumplir ninguna de mis necesidades primarias como comer o ir al baño y sin embargo, encontrándome tan limpio como acabé la noche que me quedé dormido y en perfecto “estado de conservación”. En el momento en que vi el periódico lo dejé caer y entré de nuevo a la casa. Me acerqué al teléfono. Tenía más de 30 mensajes, la mayoría de Jenna diciéndome que estaba muy preocupada y finalmente, como ya no le hacía caso que no quería seguir siendo mi novia. Algunos otros de mi familia, que se encontraban también preocupados ya que no me habían visto en más de medio año, y finalmente otros pocos del hospital. Éstos últimos eran tres: el primero de una recepcionista del hospital, diciéndome que ya tenía los resultados y que podía pasar cuando quisiera por ellos. El segundo del doctor Jeremías recordándome sobre los resultados de los análisis e indicándome que podía ir por ellos cuando quisiera. El tercero y último –también del doctor Jeremías- diciéndome que me diría los resultados de los análisis por teléfono, en vista de que no estaba dispuesto a ir al hospital. No había nada extraño en mi cerebro, ni en ninguna parte de mi cuerpo realmente. El doctor dejó el último mensaje diciendo que estaba en una condición excelente, y que tenía mucha vida por delante.
¿Qué podía hacer en ese momento? De la noche a la mañana había perdido más que en todo lo que llevaba de vida. En un abrir y cerrar de ojos el infierno en que vivía se había calentado demasiado que las llamas me convertían en cenizas lenta y cruelmente. No tenía nada más por qué vivir, y añoraba mi rutina anterior, pues era un infierno más soportable a comparación de éste que vivía actualmente. No podía enmendar las cosas; no podía retroceder en el pasado. Mi vida era una pesadilla que había comenzado poco tiempo atrás para mí, pero más de 7 meses en tiempo real.
Hice un recuento de lo que era mi vida, y me di cuenta que la había desperdiciado. Me di cuenta que debía poner mi máximo en todo lo que hiciera y que había despreciado todo lo bueno que me brindaba la vida para sólo enfocarme en lo malo. Me di cuenta que había perdido todo antes de encontrarme en tan difícil situación. Medité todo el día, sentado en mi sofá, solo, aterrado, quebrantado, sin hacer nada más que ir al baño una sola vez. No probé alimento, y al caer la noche, me arrastré a mi cama, temiendo que la próxima vez que despertara sería dentro de un año, o más. Con todos estos pensamientos y tribulaciones me quedé dormido.
Desperté otro día, sólo para caminar frente al espejo y encontrar un rostro arrugado, con el cabello –o lo poco que quedaba de él- blanco y una barba enorme, del mismo color que mi cabellera. Caminé hasta la ventana y miré por ella. Afuera todo se veía diferente. Con el paso del tiempo todo había cambiado; todo había progresado. Mi edad había avanzado, pero yo no me había desarrollado a lo largo del entorno con el que me encontraba. Regresé a la cama, me acurruqué e intenté conciliar el sueño de nuevo, sabiendo que ya no iba a despertar más.
Sin embargo, desperté. Me levanté y caminé al espejo, sólo para ver el estado de deterioro en el que me encontraría a estas alturas. Me detuve un paso antes de verme. Sentía un sufrimiento indescriptible. Temía ver mi cara carcomida por el tiempo que nunca aproveché, que nunca disfruté, que nunca tuve. Cerré los ojos y me posicioné delante del espejo, pero antes de poder abrirlos el timbre de la casa sonó. Al voltear la mirada, no pude ver ni de reojo mi figura en el espejo, y comencé a caminar hacia la puerta. La abrí y me sorprendió lo que encontré. Era Julio, parado en la calle y vestido con ropa deportiva. Esbozó una sonrisa y me preguntó si ya estaba listo. No tuve palabras para contestarle, y lo único que pude hacer fue abrazarlo. Corrí hacia el espejo y me miré en él. Mi cara era joven de nuevo, con el cabello corto y negro. Por mis mejillas rodaron algunas lágrimas de alegría, pero mi corazón saltó aún más de gozo cuando salí y vi el periódico con fecha del 9 de enero del año en que todo comenzó.
Julio seguía ahí, mirándome como si estuviera loco. Repitió su pregunta mientras entraba a la casa y se sentaba en el sofá. Lo miré –con lágrimas en los ojos- y le respondí: “Sí Julio, estoy listo para comenzar de nuevo; para aprovechar las oportunidades que tenga y disfrutar cada momento”. Julio me miró de nuevo y dijo: “Genial, pero sólo quiero saber si estás listo para ir a hacer ejercicio”.
Cuento Corto. Marzo, 2005.
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